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Cardeno C.

Una oportunidad para perdonar


Lo odiaba. Inequívocamente, absolutamente, y en todos los sentidos posibles. Él era responsable de que estuviese viviendo mi adolescencia en el infierno, si no por sí solo, por lo menos, tenía el papel estelar. O, en términos que cualquier entendido, era el mariscal de campo, el lanzador, el protagonista, la... mierda, cuando soltaba “oye, maricón, cabello bonito.” No es que siempre se tratara de mi pelo. A veces era mi ropa. Otras veces era mi manera de caminar o la forma en que hablaba. Yo vivía con anticipación del día en que no encontrase ninguna forma de burlarse de mí para poder respirar. Culo. Imbécil.
Así que te puedes imaginar lo emocionado que estaba cuando entró Por la puerta de mi restaurante favorito, a dos mil millas de donde se crio, y veo que no sólo me reconoce, sino que no pretende que no lo hizo. Quiero decir, ¿quién hace eso? Ves al chico con quien creciste y que te gustaba en el momento y al que te hubiera encantado tocar hace una docena de años, ¿y en realidad no va a notarte y no te va a decir ni hola? No. Por supuesto que no. Las leyes de la vida social de interacción y decencia común le darían un suspenso rotundo. Como dije: imbécil del culo.